Por Irene Fridman *
El trabajo clínico y de supervisión de los equipos que trabajan con violencia sexual me ha permitido elaborar teóricamente acerca de lo singular del padecimiento de las sobrevivientes de incesto, y profundizar en los efectos subjetivos secundarios de la histórica desmentida que se ha operado en sus relatos, por una práctica clínica dependiente de teorizaciones atravesadas por prácticas patriarcales.
Ya en otros trabajos (por ejemplo, “Elaborando lo siniestro. Violación e incesto: su efecto en los equipos de atención” en Delitos contra la integridad sexual. Documento 3. Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, 2005) propuse la interrogación crítica de textos que, sometidos a un discurso hegemónico, producían efectos iatrogénicos en las mujeres que denunciaban haber sido víctimas de estas prácticas y señalé el deber ético, para los terapeutas que abordamos este tipo de trabajo, de visibilizar los atravesamientos teóricos al servicio de la práctica patriarcal. La toma de conciencia de los efectos subjetivos que acarrea a las mujeres estar ubicadas en el estatuto de lo otro de la historia –en comparación con el estatus de los varones, considerados sujetos únicos de la historia– permitió habilitar otros discursos más allá del oficial androcéntrico, que es sospechoso de parcialidad.
El trabajo clínico con mujeres que han sobrevivido al incesto nos posiciona como terapeutas en la senda de la reescritura como modo de elaboración de una narrativa profundamente traumática. Estas experiencias traumáticas, a mi entender, han desencadenado catástrofes psíquicas con características diferenciales comparadas con cualquier otro suceso traumático vivido. En este sentido, un primer paso es poder trabajar con el proceso de la memoria: el rescate de lo que quedó fuera del relato, por escisión o por desmentida.
Uno de los primeros interrogantes que aparecen en este tipo de abordaje tiene que ver con la dificultad de testimoniar, de dar cuenta de lo vivido, de entender los efectos que estos sucesos catastróficos tuvieron en el psiquismo de estas mujeres y los efectos que ese testimonio tiene sobre quienes lo escuchan.
¿Por qué la palabra “testimoniar”? A partir de los relatos de los sobrevivientes de campos de concentración nazi, y del magistral testimonio de Primo Levi en sus libros Si esto es un hombre y Los hundidos y los salvados, la acepción de testimonio ha cobrado mucho interés en la línea de análisis acerca de la veracidad de estos relatos, de la posibilidad de escuchar el horror, de los efectos que los testimonios a su vez han tenido. Los análisis en función de lo que se denomina “después de Auschwitz” me han permitido pensar acerca de otros testimonios, que históricamente han sido desmentidos, cuestionados o desvirtuados, en virtud de operaciones más políticas que analíticas. Muchas descripciones de sobrevivientes de los campos de concentración se asimilaban a lo que ocurre con las víctimas de violencia sexual; considero que en todo relato de personas sometidas a violencia social aparece este tipo de descripciones.
¿Por qué pensar el Holocausto para pensar estos temas? Porque me permite pensar en otras violencias sobre colectivos subordinados: el Holocausto es la muestra horrorosamente dimensionada de otros actos siniestros de la cultura.
Si en algún lugar lo que pasó en Auschwitz es del orden de lo indecible, ligado a lo siniestro por el imperativo de la destrucción del otro, ¿por qué no poder pensar en los otros indecibles, los que ocurren dentro de una familia? Estos ejemplifican el uso demencial y despótico del poder al servicio de la aniquilación de la subjetividad de la niña, lo otro, en este caso.
Trabajar sobre los relatos de los sobrevivientes del Holocausto, y también con lo que aconteció con las víctimas de terrorismo de Estado en la Argentina, me permitió pensar y comprender mejor las vivencias de las mujeres que han estado sometidas a prácticas incestuosas por algún adulto significativo de la familia, y, a partir de esta comprensión, estrategizar mejores abordajes clínicos.
Paul Ricoeur (La memoria, la historia y el olvido, Fondo de Cultura Económica, 2004) postula que la memoria es principalmente memoria en el cuerpo y que el cuerpo “se constituye como el aquí respecto del cual todos los otros lugares están allá”. Por eso dice: “Es más importante para nuestro propósito considerar el lado de la memoria colectiva, para encontrar en su nivel el equivalente de las situaciones patológicas en las que tiene que tratar el psicoanálisis”. No podemos ser ajenos a que el cuerpo de las mujeres abusadas es el reservorio más fino de la memoria del suceso; solamente hay que saber leerlo y escuchar su testimonio.
El trabajo de la memoria abre un sendero a la elaboración del relato de la persona que se erige en testigo. Denominando testigo a aquellos que relatan lo vivenciado y acontecido y que, en sucesos históricos catastróficos, se erigen en la voz de los que no pueden hablar, los testigos integrales que, según Levi, son los muertos o los desaparecidos, o sea el que padeció todo hasta sus últimas consecuencias.
“El testigo pide ser creído; por lo tanto, sólo es completo su acto cuando es aceptado su testimonio”, escribe Ricoeur. Y luego agrega: “Sobre el fondo de esta presunta confianza se destaca trágicamente la soledad de los testigos históricos, cuya experiencia extraordinaria echa en falta la capacidad de comprensión media ordinaria. Hay testigos que no encuentran nunca la audiencia capaz de escucharlos y oírlos”.
Por esto es necesario el trabajo de rescate de lo que una autora denominó las “voces exiliadas”, proceso que implicaría rescatar de la disociación y ayudar a elaborar lo que se ha escindido no solamente por efecto traumático, sino también por efecto de la desmentida social (Annie Rogers: “Voces exiliadas. La disociación y el retorno de lo reprimido en los relatos de mujeres”, en Ana María Daskal, El malestar en la diversidad. Chile, Isis, Nº 29). Las mujeres abusadas aprenden a desautorizar al yo; los recuerdos que son disociados, muchas veces no es que no aparecen en la conciencia, sino que surgen escindidos de afectividad y por lo tanto vaciados de contenidos.
Lo que se ha desmentido en estas narraciones no ha sido casual, sino que ha tenido que ver con la desautorización que históricamente han tenido algunos colectivos de denunciar ser víctimas de violencia. Si esto ha sido posible en las narraciones de las mujeres y sus padecimientos, seguramente se debió a lo que definió Celia Amorós (Hacia una crítica de la razón patriarcal, Madrid, Antropos, 1985) como “el espacio de las idénticas”, lugar que el orden cultural reservó a las mujeres como grupo indiscriminado. La noción de “las idénticas” aludiría a un contrato social en el cual ellas son seres intercambiables, tanto entre unas y otras como en el orden de la diferencia generacional.
De acuerdo con Celia Amorós, la violencia simbólica es producto de una red de pactos tejida entre varones, que los constituye como iguales, o como diferentes en la semejanza, mediante el Logos que los autoriza a hablar y a ser escuchados. Este pacto entre varones, que ella llama “fratría”, excluye todo aquello que sea Otro, todo lo femenino, quedando las mujeres confinadas al “espacio de las idénticas” donde, según sus palabras, no existe nada que repartir ni pactar, pues se es objeto de reparto y pacto por parte de los hombres.
Si la pertenencia a este lugar, el de las idénticas, ubica a las mujeres en un espacio desde el cual la palabra no es una palabra autorizada, no debe llamar la atención que los relatos de las mujeres abusadas hayan sido históricamente desmentidos, acontecimiento similar a lo acontecido con los relatos de las víctimas de terrorismo de Estado. Los colectivos subordinados no pertenecen al Logos autorizado y validado cuando lo que develan es la práctica de violencia.
Abyección
El incesto se constituye como el representante máximo del proceso de cosificación del otro, en un accionar signado por la destrucción devastadora, no solamente en el cuerpo, sino también –y este daño no es menor– en la cadena de filiación que sostiene a los sujetos dentro de un orden cultural.
La gravedad del incesto abre interrogantes, no sólo en lo que se refiere al padecimiento individual de un sujeto sometido a este tipo de violencias, sino también respecto del efecto psíquico y simbólico de la violencia de la desmentida social, que viene siendo obstáculo para la elaboración de la experiencia traumática y que, de alguna manera, al negarla, la habilita.
El incesto rompe definitivamente con dos leyes estructuradoras de nuestra cultura, que se condensan en la narrativa edípica: la prohibición del incesto, con su consecuente aseguramiento de la salida de la endogamia para pasar a la exogamia, y la conservación de la diferencia generacional en función del sostén afectivo deseante que constituye a un sujeto. Lo que el padre interdicta en el niño tiene que estar prohibido por carácter reflejo a sí mismo, dato no menor cuando se analiza la incidencia de la interdicción en la conflictiva edípica. Podríamos decir que no es solamente “no con tu madre sino con otras”, sino, y anterior a esto, ni tu padre ni tu madre contigo.
Nosotros todos estamos constituidos por la Ley fundante de la cultura, que nos permite advenir sujetos. El abuso sexual pone fin a la constancia de esta ley en nuestro psiquismo, con la consecuente catástrofe psíquica que acarrea ser un sujeto atravesado por una práctica que nos pone afuera de la misma y adquirir en algún lugar el status de lo que Judith Butler (Cuerpos que importan, Paidós, 2002) denomina “cuerpos abyectos”, denominación que designa a los sujetos que se constituyen por fuera del orden falologocéntrico que divide a los seres humanos en dos géneros complementarios.
En este caso utilizaré el término abyección para denominar la vivencia que presentan las mujeres que han sobrevivido a un ataque incestuoso, tomando como aspecto primordial el efecto que tiene, a lo largo del tiempo, el haber sido obligadas a transgredir una ley constitutiva de la sociabilidad en los seres humanos. Esta ley no solamente asegura la salida exogámica, sino que legisla sobre la necesariedad del sostén afectivo no genitalizado por parte de las figuras significativas. De esta manera, lo que se interdicta habilitaría la circulación de fantasías edípicas que aseguren en su juego fantasmático la salida hacia otros por fuera del grupo familiar.
El término abyección definirá la marca residual traumática de la violencia ejercida al cuerpo y al psiquismo de la niña por un padre que la coloca con su accionar por fuera del orden cultural reinante, al que fuera introducida desde el momento de su concepción.
La irrupción del incesto en la vida de una niña rompe con la cadena de filiación y de cuidado que marcan las formas de subjetivar dentro del orden cultural. El padre perverso se erige en padre de la horda, sometiendo a sus hijos al imperio de su violencia; sabe que esta situación tiene que mantenerse en secreto porque desafía la ley de la cultura y por lo tanto él, en su accionar, transgrede lo que también acata.
Es muy frecuente que mujeres que han sido abusadas de niñas relaten la sensación de ser “distintas”, a partir del episodio del abuso, respecto de las demás niñas; estas verbalizaciones representarían la doble vida a las que son sometidas. Por un lado, una cara pública dentro de un orden cultural edípico, y por otro lado, la vida oculta, dentro de un orden cultural individual y secreto que depende del “padre de la horda” y su violencia.
Giorgio Agamben (Lo que queda de Auschwitz, Valencia, Pretextos), en su análisis del estado de excepción que impuso el régimen nazi para su programa de aniquilamiento, dice que el estado de excepción es aquel en el cual el soberano impone una ley de la cual él está exento. Si pensamos la histórica nominación que asume la función paterna, el padre legislador, no debe llamarnos la atención que el mismo que impone la ley es el legislador que no está alcanzado por esta legalidad y que la puede transgredir. Por lo cual podríamos pensar que la detentación de un poder omnímodo hace correr el peligro de la instauración de un estado de excepción en sí mismo, ya que la posición de ser sujeto que legisla puede devenir en legislador y dictador al mismo tiempo. La histórica ubicación de los varones en el “sujeto Amo” de la historia habilitaría de alguna manera a esta doble regla, “yo legislo pero no me someto a la ley”.
Observa Forester que Agamben encabeza su libro citando una famosa frase del jurista alemán Carl Schmidt: “Soberano es el que decide sobre el estado de excepción”. A partir de esta definición surge una de las paradojas más significativas de la construcción de la soberanía en la modernidad: “El soberano está, al mismo tiempo, fuera y dentro del ordenamiento jurídico”. Agamben, siguiendo a Schmidt, precisa aún más esta afirmación: “Si el soberano es, en efecto, aquel a quien el orden jurídico reconoce el poder de proclamar el estado de excepción y de suspender, de este modo, la validez del orden jurídico mismo, entonces ‘cae, pues, fuera del orden jurídico normalmente vigente sin dejar por ello de pertenecer a él, puesto que tiene competencia para decidir si la constitución puede ser suspendida in toto’”. El soberano puede situarse fuera de la ley, ya que tiene el atributo de suspenderla, surgiendo una nueva paradoja al estar la ley fuera de sí misma: “Yo, el soberano, que estoy fuera de la ley, declaro que no hay un afuera de la ley”. El padre incestuador también se erige en soberano, al proclamar: “La Ley soy yo, por lo tanto transito por adentro y por afuera”.
La dificultad en la posibilidad de narrar lo traumático del incesto tiene que ver con la aparición en las mujeres de sentimientos de vergüenza y culpa, afecto que, según Bruno Bettelheim, “nos hace humanos, sobre todo si objetivamente no somos culpables”. La culpa nos coloca en el lugar de sujetos en el entramado de la cultura, más allá de lo que se denomina la “nuda vida”.
Agamben, en relación con los sobrevivientes de campo de concentración toma la noción de vergüenza en un doble sentido. Según él, la vergüenza se experimenta en el momento en que un accionar sobre un sujeto lo obliga a adoptar una posición de desubjetivación pero, en ese instante que se negocia esa posición como modo de sostener su vida, ese individuo está siendo sujeto. Dice Agamben: “La vergüenza es nada menos que el sentimiento fundamental de ser sujeto en los dos sentidos opuestos –al menos en apariencia– de este término: estar sometido y ser soberano. Es lo que se produce en la absoluta concomitancia entre una subjetivación y una desubjetivación, entre un perderse y poseerse, entre una servidumbre y una soberanía. (...) Aquí la analogía con la vergüenza que hemos definido como el ser entregados a una pasividad inasumible sale a la luz, y la vergüenza se presenta incluso como la tonalidad emotiva más propicia de la subjetividad. Sólo podemos hablar de vergüenza en sentido completo si esa persona sintiera placer en sufrir un acto de violencia sobre sí, pero en ningún caso cuando la posición activa que se presenta es haber negociado algo de desubjetivación en pos de subsistir, el sentimiento de enrojecimiento, de vergüenza en todo caso es la resultante de ese resto que en todo acto de subjetivación asoma la desubjetivación, y en cada momento de sometimiento da testimonio de un sujeto”.
La ética post Auschwitz nos demanda escuchar para reelaborar lo no dicho, lo desmentido, lo siniestro, y parte de lo siniestro es un postulado que se podría sintetizar de la siguiente manera: “El superviviente elige la vida, y para eso tiene que aceptar someterse a lo indecible”.
Una paciente que había sido abusada en su infancia me relataba, después de años de elaboración de esta situación que ella sabía conscientemente que, si no se sometía, su padre no la dejaba salir ni hacer nada, sino que tenía un nuevo arranque de violencia; ella vivía con mucha culpa y vergüenza este proceder, “este sometimiento”, no pudiendo aceptar la idea de que la desubjetivación a la que era sometida tenía lugar como negociación entre la vida y la muerte. El trabajo con ella fue la aceptación de que para vivir ella había tenido que hacer negociaciones; como dice una sobreviviente de Auschwitz, “ningún hombre tendría que haber sido obligado a pasar por lo que pasó”. Es lo que he denominado “la vergüenza de dejarse hacer”.
Lo traumático del asalto incestuoso tiene como efecto no solamente el daño físico que la acción violenta supone, sino también, a nivel subjetivo y simbólico, la ruptura de la figura del padre como genitor y asegurador del bienestar psicofísico de la niña (Eva Giberti, Incesto paterno-filial, Buenos Aires, Editorial Universidad).
Lo no representable en la experiencia de abuso incestuoso estaría referido entonces a la aparición disruptiva, en la figura del padre, de un accionar que contiene un acto perverso, dándole a este actuar un contenido erótico que no es más que la puesta en acto del odio en clave de erotización (Robert Stoller, Dolor y pasión, Manantial, 2000).
Si el deseo está en relación con la carencia, en el incesto se rompe definitivamente con el juego deseante. El vínculo que instala el padre incestuoso tiene características genitales, traumáticas e intrusivas, desestructurando el funcionamiento deseante de la hija, cosificándola en relación con su propio deseo, produciendo la deposición de la estructuración defensiva por arrasamiento, generando una catástrofe psíquica no sólo a nivel afectivo sino en el funcionamiento del esquema de pensamiento.
Perversión de género
Denominaré este tipo de accionar sobre las mujeres “una perversión de género”, donde la acción que se produce tiene que ver con la concreción del odio a la diferencia vehiculizado en clave de erotismo, llevado a cabo en el cuerpo de las mujeres. Acción en la cual se conjuga la necesidad del miedo del otro, el control omnipotente, el goce que produce este tipo de accionar y el daño consecuente.
Históricamente las mujeres hemos sido cuerpo sin palabra, cuerpo para parir, cuerpo para criar y cuerpo depositario de violencia, por lo tanto objeto del deseo del otro, cualquiera sea el deseo que se trate, inclusive el deseo de daño.
El trabajo terapéutico apunta a reelaborar los aspectos de lo siniestro sin palabras, allí donde se operó la desmantelación subjetiva, y también significa poder aceptar, junto con la elaboración de lo traumático, el dolor de lo acontecido, lo que Primo Levi denominó el “siempre presente”.
* Extractado de una conferencia pronunciada en el marco del Seminario de Capacitación sobre Violencia Sexual hacia la Mujer, organizado por el Municipio de Tigre, octubre de 2008.
Enlace nota original
1 comentario:
Publicar un comentario